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arrabales, y fantaseaba suponiendo que había un mar con sus islas, y que se podía andar
en lancha por encima de estas sombras confusas.
Después de charlar largo rato volvían en el tranvía, y en la glorieta de San Bernardo
se despedían estrechándose la mano.
Quitando estas horas de paz y de tranquilidad, todas las demás eran para Andrés de
disgusto y de molestia...
Un día al visitar una guardilla de barrios bajos, al pasar por el corredor de una casa
de vecindad, una mujer vieja con un niño en brazos se le acercó y le dijo si quería pasar
a ver a un enfermo.
Andrés no se negaba nunca a esto, y entró en el otro tabuco.
Un hombre demacrado, famélico, sentado en un camastro, cantaba y recitaba
versos. De cuando en cuando se levantaba en camisa e iba de un lado a otro tropezando
con dos o tres cajones que había en el suelo.
¿Qué tiene este hombre? preguntó Andrés a la mujer.
Está ciego, y ahora parece que se ha vuelto loco.
¿No tiene familia? Una hermana mía y yo; somos hijas suyas.
Pues por este hombre no se puede hacer nada dijo Andrés . Lo único sería
llevarlo al hospital o a un manicomio. Yo mandaré una nota al director del hospital.
¿Cómo se llama el enfermo?
Villasús, Rafael Villasús.
¿Éste es un señor que hacía dramas?
Sí.
Andrés lo recordó en aquel momento. Había envejecido en diez o doce años de una
manera asombrosa; pero aún la hija había envejecido más. Tenía un aire de
insensibilidad y de estupor que sólo un aluvión de miserias puede dar a una criatura
humana.
Andrés se fue de la casa pensativo.
¡Pobre hombre! se dijo ¡Qué desdichado! ¡Este pobre diablo, empeñado en
desafiar a la riqueza, es extraordinario! ¡Qué caso de heroísmo más cómico! Y quizá si
pudiera discurrir pensaría que ha hecho bien; que la situación lamentable en que se
encuentra es un timbre de gloria de su bohemia. ¡Pobre imbécil!
Siete u ocho días después, al volver a visitar al niño enfermo, que había recaído, le
dijeron que el vecino de la guardilla, Villasús, había muerto.
Los inquilinos de los cuartuchos le contaron que el poeta loco, como le llamaban en
la casa, había pasado tres días y tres noches vociferando, desafiando a sus enemigos
literarios, riendo a carcajadas.
Andrés entró a ver al muerto. Estaba tendido en el suelo, envuelto en una sábana. La
hija, indiferente, se mantenía acurrucada en un rincón. Unos cuantos desarrapados, entre
ellos uno melenudo, rodeaban el cadáver.
¿Es usted el médico? le preguntó uno de ellos a Andrés con impertinencia.
Sí; soy médico.
Pues reconozca usted el cuerpo, porque creemos que Villasús no está muerto.
Esto es un caso de catalepsia.
No digan ustedes necedades dijo Andrés.
Todos aquellos desarrapados, que debían ser bohemios, amigos de Villasús, habían
hecho horrores con el cadáver: le habían quemado los dedos con fósforo para ver si
tenía sensibilidad. Ni aun después de muerto, al pobre diablo lo dejaban en paz.
Andrés, a pesar de que tenía el convencimiento de que no había tal catalepsia, sacó
el estetoscopio y auscultó al cadáver en la zona del corazón.
Está muerto dijo.
En esto entró un viejo de melena blanca y barba también blanca, cojeando, apoyado
en un bastón. Venía borracho completamente. Se acercó al cadáver de Villasús, y con
una voz melodramática gritó:
¡Adiós, Rafael! ¡Tú eras un poeta! ¡Tú eras un genio! ¡Así moriré yo también!
¡En la miseria!, porque soy un bohemio y no venderé nunca mi conciencia. No.
Los desarrapados se miraban unos a otros como satisfechos del giro que tomaba la
escena.
Seguía desvariando el viejo de las melenas, cuando se presentó el mozo del coche
fúnebre, con el sombrero de copa echado a un lado, el látigo en la mano derecha y la
colilla en los labios.
Bueno dijo hablando en chulo, enseñando los dientes negros . ¿Se va a bajar
el cadáver o no? Porque yo no puedo esperar aquí, que hay que llevar otros muertos al
Este.
Uno de los desarrapados, que tenía un cuello postizo, bastante sucio, que le salía de
la chaqueta, y unos lentes, acercándose a Hurtado le dijo con una afectación ridícula:
Viendo estas cosas, dan ganas de ponerse una bomba de dinamita en el velo del
paladar.
La desesperación de este bohemio le pareció a Hurtado demasiado alambicada para
ser sincera, y dejando a toda esta turba de desarrapados en la guardilla salió de la casa.
IX.- Amor, teoría y práctica
Andrés divagaba, lo que era su gran placer, en la tienda de Lulú.
Ella le oía sonriente, haciendo de cuando en cuando alguna objeción.
Le llamaba siempre en burla don Andrés.
Tengo una pequeña teoría acerca del amor le dijo un día él.
Acerca del amor debía usted tener una teoría grande repuso burlonamente
Lulú.
Pues no la tengo. He encontrado que en el amor, como en la medicina de hace
ochenta años, hay dos procedimientos: la alopatía y la homeopatía.
Explíquese usted claro, don Andrés replicó ella con severidad.
Me explicaré. La alopatía amorosa está basada en la neutralización. Los
contrarios se curan con los contrarios. Por este principio, el hombre pequeño busca
mujer grande, el rubio mujer morena y el moreno rubia. Este procedimiento es el
procedimiento de los tímidos; que desconfían de sí mismos... El otro procedimiento...
Vamos a ver el otro procedimiento.
El otro procedimiento es el homeopático. Los semejantes se curan con los
semejantes. Éste es el sistema de los satisfechos de su físico. El moreno con la morena,
el rubio con la rubia. De manera que, si mi teoría es cierta, servirá para conocer a la
gente.
¿Sí?
Sí; se ve un hombre gordo, moreno y chato, al lado de una mujer gorda, morena y
chata, pues es un hombre petulante y seguro de sí mismo; pero el hombre gordo,
moreno y chato tiene una mujer flaca, rubia y nariguda, es que no tiene confianza en su
tipo ni en la forma de su nariz.
De manera que yo, que soy morena y algo chata...
No; usted no es chata.
¿Algo tampoco?
No.
Muchas gracias, don Andrés.
Pues bien; yo que soy morena, y creo que algo chata, aunque usted diga que no, si
fuera petulante, me gustaría ese mozo de la peluquería de la esquina, que es más moreno
y más chato que yo, y si fuera completamente humilde, me gustaría el farmacéutico, que
tiene unas buenas napias.
Usted no es un caso normal.
¿No?
No.
¿Pues qué soy?
Un caso de estudio.
Yo seré un caso de estudio; pero nadie me quiere estudiar.
¿Quiere usted que la estudie yo, Lulú? Ella contempló durante un momento a
Andrés con una mirada enigmática, y luego se echó a reír:
Y usted, don Andrés, que es un sabio, que ha encontrado esas teorías sobre el
amor, ¿qué es eso del amor?
¿El amor?
Sí.
Pues el amor, y le voy a parecer a usted un pedante, es la confluencia del instinto
fetichista y del instinto sexual.
No comprendo.
Ahora viene la explicación.
El instinto sexual empuja el hombre a la mujer y la mujer al hombre, [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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arrabales, y fantaseaba suponiendo que había un mar con sus islas, y que se podía andar
en lancha por encima de estas sombras confusas.
Después de charlar largo rato volvían en el tranvía, y en la glorieta de San Bernardo
se despedían estrechándose la mano.
Quitando estas horas de paz y de tranquilidad, todas las demás eran para Andrés de
disgusto y de molestia...
Un día al visitar una guardilla de barrios bajos, al pasar por el corredor de una casa
de vecindad, una mujer vieja con un niño en brazos se le acercó y le dijo si quería pasar
a ver a un enfermo.
Andrés no se negaba nunca a esto, y entró en el otro tabuco.
Un hombre demacrado, famélico, sentado en un camastro, cantaba y recitaba
versos. De cuando en cuando se levantaba en camisa e iba de un lado a otro tropezando
con dos o tres cajones que había en el suelo.
¿Qué tiene este hombre? preguntó Andrés a la mujer.
Está ciego, y ahora parece que se ha vuelto loco.
¿No tiene familia? Una hermana mía y yo; somos hijas suyas.
Pues por este hombre no se puede hacer nada dijo Andrés . Lo único sería
llevarlo al hospital o a un manicomio. Yo mandaré una nota al director del hospital.
¿Cómo se llama el enfermo?
Villasús, Rafael Villasús.
¿Éste es un señor que hacía dramas?
Sí.
Andrés lo recordó en aquel momento. Había envejecido en diez o doce años de una
manera asombrosa; pero aún la hija había envejecido más. Tenía un aire de
insensibilidad y de estupor que sólo un aluvión de miserias puede dar a una criatura
humana.
Andrés se fue de la casa pensativo.
¡Pobre hombre! se dijo ¡Qué desdichado! ¡Este pobre diablo, empeñado en
desafiar a la riqueza, es extraordinario! ¡Qué caso de heroísmo más cómico! Y quizá si
pudiera discurrir pensaría que ha hecho bien; que la situación lamentable en que se
encuentra es un timbre de gloria de su bohemia. ¡Pobre imbécil!
Siete u ocho días después, al volver a visitar al niño enfermo, que había recaído, le
dijeron que el vecino de la guardilla, Villasús, había muerto.
Los inquilinos de los cuartuchos le contaron que el poeta loco, como le llamaban en
la casa, había pasado tres días y tres noches vociferando, desafiando a sus enemigos
literarios, riendo a carcajadas.
Andrés entró a ver al muerto. Estaba tendido en el suelo, envuelto en una sábana. La
hija, indiferente, se mantenía acurrucada en un rincón. Unos cuantos desarrapados, entre
ellos uno melenudo, rodeaban el cadáver.
¿Es usted el médico? le preguntó uno de ellos a Andrés con impertinencia.
Sí; soy médico.
Pues reconozca usted el cuerpo, porque creemos que Villasús no está muerto.
Esto es un caso de catalepsia.
No digan ustedes necedades dijo Andrés.
Todos aquellos desarrapados, que debían ser bohemios, amigos de Villasús, habían
hecho horrores con el cadáver: le habían quemado los dedos con fósforo para ver si
tenía sensibilidad. Ni aun después de muerto, al pobre diablo lo dejaban en paz.
Andrés, a pesar de que tenía el convencimiento de que no había tal catalepsia, sacó
el estetoscopio y auscultó al cadáver en la zona del corazón.
Está muerto dijo.
En esto entró un viejo de melena blanca y barba también blanca, cojeando, apoyado
en un bastón. Venía borracho completamente. Se acercó al cadáver de Villasús, y con
una voz melodramática gritó:
¡Adiós, Rafael! ¡Tú eras un poeta! ¡Tú eras un genio! ¡Así moriré yo también!
¡En la miseria!, porque soy un bohemio y no venderé nunca mi conciencia. No.
Los desarrapados se miraban unos a otros como satisfechos del giro que tomaba la
escena.
Seguía desvariando el viejo de las melenas, cuando se presentó el mozo del coche
fúnebre, con el sombrero de copa echado a un lado, el látigo en la mano derecha y la
colilla en los labios.
Bueno dijo hablando en chulo, enseñando los dientes negros . ¿Se va a bajar
el cadáver o no? Porque yo no puedo esperar aquí, que hay que llevar otros muertos al
Este.
Uno de los desarrapados, que tenía un cuello postizo, bastante sucio, que le salía de
la chaqueta, y unos lentes, acercándose a Hurtado le dijo con una afectación ridícula:
Viendo estas cosas, dan ganas de ponerse una bomba de dinamita en el velo del
paladar.
La desesperación de este bohemio le pareció a Hurtado demasiado alambicada para
ser sincera, y dejando a toda esta turba de desarrapados en la guardilla salió de la casa.
IX.- Amor, teoría y práctica
Andrés divagaba, lo que era su gran placer, en la tienda de Lulú.
Ella le oía sonriente, haciendo de cuando en cuando alguna objeción.
Le llamaba siempre en burla don Andrés.
Tengo una pequeña teoría acerca del amor le dijo un día él.
Acerca del amor debía usted tener una teoría grande repuso burlonamente
Lulú.
Pues no la tengo. He encontrado que en el amor, como en la medicina de hace
ochenta años, hay dos procedimientos: la alopatía y la homeopatía.
Explíquese usted claro, don Andrés replicó ella con severidad.
Me explicaré. La alopatía amorosa está basada en la neutralización. Los
contrarios se curan con los contrarios. Por este principio, el hombre pequeño busca
mujer grande, el rubio mujer morena y el moreno rubia. Este procedimiento es el
procedimiento de los tímidos; que desconfían de sí mismos... El otro procedimiento...
Vamos a ver el otro procedimiento.
El otro procedimiento es el homeopático. Los semejantes se curan con los
semejantes. Éste es el sistema de los satisfechos de su físico. El moreno con la morena,
el rubio con la rubia. De manera que, si mi teoría es cierta, servirá para conocer a la
gente.
¿Sí?
Sí; se ve un hombre gordo, moreno y chato, al lado de una mujer gorda, morena y
chata, pues es un hombre petulante y seguro de sí mismo; pero el hombre gordo,
moreno y chato tiene una mujer flaca, rubia y nariguda, es que no tiene confianza en su
tipo ni en la forma de su nariz.
De manera que yo, que soy morena y algo chata...
No; usted no es chata.
¿Algo tampoco?
No.
Muchas gracias, don Andrés.
Pues bien; yo que soy morena, y creo que algo chata, aunque usted diga que no, si
fuera petulante, me gustaría ese mozo de la peluquería de la esquina, que es más moreno
y más chato que yo, y si fuera completamente humilde, me gustaría el farmacéutico, que
tiene unas buenas napias.
Usted no es un caso normal.
¿No?
No.
¿Pues qué soy?
Un caso de estudio.
Yo seré un caso de estudio; pero nadie me quiere estudiar.
¿Quiere usted que la estudie yo, Lulú? Ella contempló durante un momento a
Andrés con una mirada enigmática, y luego se echó a reír:
Y usted, don Andrés, que es un sabio, que ha encontrado esas teorías sobre el
amor, ¿qué es eso del amor?
¿El amor?
Sí.
Pues el amor, y le voy a parecer a usted un pedante, es la confluencia del instinto
fetichista y del instinto sexual.
No comprendo.
Ahora viene la explicación.
El instinto sexual empuja el hombre a la mujer y la mujer al hombre, [ Pobierz całość w formacie PDF ]