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contigo en que este Daniel es un muchacho imbécil!
-Yo nunca he dicho que sea un imbécil -aclaró Josefa-. Yo digo que es muy inteligente,
pero muy egoísta. Que todos esos que dan en redimir a otros no saben pensar sino en
cómo notarse. Al pobre lo mandaron a un colegio de interno, no tuvo cariño suficiente y
ahora es un descobijado en busca de notoriedad.
-Por eso: ¡es un imbécil! -gritaba Diego entre frase y frase de su mujer. Pero nada pasa-
ba. Emilia no se movía de su madriguera a pesar del escándalo que hacían sus padres. Lo
mismo podía estar muerta. Al menos eso pensaron los Sauri.
Después de un rato y otro en aquel silencio sin respuesta, el mismo Diego se puso a llo-
rar con tal zozobra que Josefa pasó de regañarlo a compadecerlo. Lo acariciaba hablándole
al oído cuando Milagros Veytia cruzó la estancia y se detuvo frente a ellos. Con sólo ver la
cara de su hermana supo que algo andaba mal con Emilia.
-¿Está encerrada? -preguntó dándolo por un hecho.
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-Y no encuentro las llaves de repuesto -explicó Josefa como si fuera una novedad que en
su casa se perdieran las llaves.
-Esa puerta se puede abrir de una patada -dijo Milagros.
-Quítate Diego -pidió Josefa sabiendo la distancia que había entre una ocurrencia y una
acción de su hermana.
Una tras otra, cinco patadas le puso Milagros a la puerta hasta que la firme chapa alema-
na encargada de custodiar el cuarto de su sobrina murió cumpliendo con su deber.
La recámara de Emilia se dejó ver clara y armoniosa. El último sol de la tarde caía sobre
la cama de latón y la colcha de piqué blanco. Pero Emilia no estaba tirada ahí con la cara
contra la almohada en medio de mocos y lágrimas. Emilia parecía no estar en la recámara.
Desbaratando el silencio que paralizaba a sus parientes, Milagros Veytia se preguntó en
voz alta si la niña no habría escapado por el balcón. Caminó hacia el rectángulo que dejaba
entrar la luz contra los visillos. Diego resintió la pregunta porque vivía como una ofensa el
solo hecho de que alguien imaginara que su criatura tendría algo que esconderle.
Josefa Sauri caminaba adelante de su hermana y se detuvo de repente como si el piso se
le acabara. A sus pies, metida en el camisón color de rosa de su última infancia, sorda a los
gritos de sus padres y a las patadas de Milagros, yacía Emilia inmutable como un encanto.
Había estado dormida desde quién sabe qué horas. Y se veía exhausta.
Exhausta de crecer, pensó Josefa.
Diego Sauri se acercó a besarle la frente para comprobar que no tenía fiebre. Después
levantó los ojos hacia el rostro de su mujer. Así dormía ella cuando era joven, con la misma
perdida conciencia de existir. Aunque claro, ella no había tenido un padre y una tía irres-
ponsables. Porque tal vez tenía razón Josefa cuando lamentaba las libertades con que Mi-
lagros y Diego cansaron a su hija.
Josefa pareció descifrar su mirada.
-Hay algunos renovadores incapaces de entender lo esencial -le dijo.
-¿Qué es lo esencial? -preguntó Milagros alzando la voz.
-Los hombres tienen pasiones, las mujeres tenemos hombres -le contestó Josefa-. Emilia
no es un hombre. No la puedan tratar como si tuviera los sentimientos tan mal acomodados
como ellos.
Diego terció con razones favorables a su causa subiéndose a la cama con todo y zapatos
para tener más cerca la voz de su mujer. Pero ni al sentir cerca el olor a madera y tabaco
que tanto la ataba a su marido Josefa dejó de culparlo.
-Ridícula estaba yo protestando mientras ustedes les tendían la cama a los muchachitos.
Como si fuera un chiste que Daniel le quitara a Emilia la paz.
-La paz es para los viejos y los aburridos -dijo Milagros-. Ella quiere la dicha, que es más
difícil y más breve, pero mejor.
-No hagas discursos, hermana -pidió Josefa levantándose de la cama y caminando hacia
la puerta-Hace rato que no puedo con los discursos.
-Tiemblo cuando se enoja contigo -le dijo Diego a Milagros tras ver salir a su mujer.
-No te aflijas. Ella sabe que tenemos razón. Lo que pasa es que le cuesta mucho trabajo
aceptarlo.
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-Yo no estoy tan seguro en este momento de que hayamos hecho bien no casando a
Emilia como se casan las demás. Lo nuevo angustia.
-Más angustia lo viejo. Y si quieres entrar en tema, más me angustia el viejo Díaz. No sé
qué vamos a hacer. Si sigue tan terco como está con quedarse, esto se va a volver un lío de
los mil demonios. La campaña electoral es un sainete. Este hombre no quiere más elección
que la suya. Y entre más persiguen a la gente, más se radicaliza. Algunos ya quieren levan-
tarse en armas.
-Líbrenos el destino de los redentores -dijo Diego.
-Mañana llegan de México unos enviados de Madero a intentar que Serdán abandone su
idea de la rebelión armada y se limite a combatir con la ley.
-No creo que logren nada -dijo Diego . ¿Quién convence a ese montón de pasiones?
Quiere ser héroe. Y eso es muy peligroso. Los héroes no traen con ellos sino dictaduras.
Hay que ver en qué se ha convertido ese gran héroe de la República que fue el general Díaz.
¿Me crees si te digo que tengo miedo? Una cosa es querer vivir en una sociedad digna de
llamarse así, buscar justicia para otros como un modo de encontrarse con la propia justi-
cia, y otra meterse en una guerra.
-Aseguran que sería una guerra corta -dijo Milagros.
-No hay guerras cortas. Empezar una guerra es como rasgar una almohada de plumas -
opinó Josefa entrando con la charola del té-. Por eso me gusta Madero, porque es un hom-
bre de paz.
-Se pasa de ingenuo--dijo Diego.
-Es un buen hombre. Como tú -le dijo su mujer.
-Con la diferencia de que a mí no se me ocurre acaudillar a nadie.
-Los dejo tan de acuerdo en ese tema como han estado siempre, y me voy a ver en qué
va la manifestación, porque ya se me hizo muy tarde -dijo Milagros.
-No vayas, Milagros. Por un día que faltes no pasa nada -le pidió Josefa.
-Ya falté. Voy sólo a ver en qué acaba.
-Quiero ir contigo -dijo Emilia levantándose del suelo, despierta como un gallo.
-Y tú de dónde sales? -le preguntó Josefa con una sonrisa.
Diego había tomado una almohada de la cama, y le estaba quitando la funda para sentir
las plumas. Se tocaban tan suaves, tan sumisas. Comparar a la guerra con una almohada
rota. Eso sólo podía ocurrírsele a su mujer.
Milagros se despidió y corrió a la escalera. Diez segundos después, la oyeron azotar el
portón de la entrada.
-Cierra las puertas como si quisiera sellarlas para siempre -dijo su hermana.
-Como si quisiera tirarlas -dijo Diego.
Emilia pidió una sopa y un pan con queso. Josefa le ofreció alubias. Nada le hubiera po-
dido parecer mejor. Las iba comiendo y la cara le cambiaba de a poco. Cuando terminó su
segunda ración, era otra. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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