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Poole se levantó.
—No sentiré dolor —manifestó—. Aunque a ti te lo parezca. Recuerda que los robots orgánicos
poseen un mínimo de circuitos de dolor. Experimentaré el más intenso...
—Calla —le interrumpió ella—. Haz lo que tengas que hacer, si es que quieres, o no lo hagas si no
quieres.
Torpemente, porque estaba asustado, metió las manos en la pequeña caja de los microinstrumentos y
eligió uno: una hoja muy afilada.
—Cortaré la cinta montada dentro del panel en mi pecho —anunció, mirando a través de las lentes de
aumento—. Nada más.
Su mano tembló cuando levantó la cuchilla. Podía hacerlo en un segundo. Todo listo. Y tendría tiempo
de juntar los extremos cortados de la cinta, comprendió. Media hora al menos, por si cambiaba idea.
Cortó la cinta.
Mirándole acobardada, Sarah susurró:
—No ha ocurrido nada.
—Me quedan de treinta a cuarenta minutos.
Se sentó a la mesa, después de sacar las manos de los guantes. Su voz temblaba; indudablemente,
Sarah se daba cuenta, y se enfadó consigo mismo, porque sabía que esto la alarmaba.
—Lo siento —se disculpó de manera irracional. Deseaba excusarse—. Tal vez hubieras tenido que irte
—añadió, con creciente pánico.
Volvió a levantarse.
Ella lo imitó, y muy nerviosa, como paralizada se quedó en pie, palpitante.
—Vete —le pidió él—, vete a la oficina, donde deberías estar. Donde los dos deberíamos estar.
«Juntaré los dos extremos de la cinta —pensó—. No puedo soportar esta tensión.»
Metiendo las manos en los guantes, trató de deslizarlos sobre sus tensos dedos. Miró por la pantalla de
aumento y vio el rayo del resplandor fotoeléctrico hacia arriba, apuntando directamente al escrutador; al
mismo tiempo, vio que el final de la cinta desaparecía bajo el escrutador..., lo vio y lo comprendió.
«Ya es demasiado tarde —pensó—. Ya ha pasado toda la cinta. Dios mío, ayúdame. Ha empezado a
desenrollarse a una velocidad mayor de la calculada. Y ahora...»
Vio manzanas, piedras y cebras. Sintió calor, la sedosa finura de la tela; sintió un océano que saltaba
hacia él, y un gran vendaval del norte, que lo empujaba, como llevándole a alguna parte. Sarah estaba a su
alrededor, lo mismo que Danceman. Nueva York brillaba en la noche, y los cohetes lo rodeaban y volaban
por el cielo nocturno y de día, flotando, hundiéndose. La mantequilla se hizo líquida en su lengua, y al
mismo tiempo, fétidos olores y sabores lo asaltaron; la amarga presencia de venenos, limones y hojas de
hierbas de verano. Se ahogaba; cayó; yacía ya en brazos de una mujer en un enorme lecho que al mismo
tiempo canturreaba en su oído; el ruido de un ascensor defectuoso en uno los antiguos y arruinados hoteles
de la ciudad.
«Estoy viviendo —pensó—. Ya he vivido, jamás volveré a vivir —se dijo, y con sus ideas acudieron
todas las palabras, todos los sonidos; los insectos chillaron y corrieron, y él casi se hundió en un
complicado cuerpo de maquinaria homeostática situada los laboratorios de Tri-Plan.»
Quería decirle algo a Sarah. Abrió la boca y trató de pronunciar las palabras..., una serie específica de
ellas, sacadas de la enorme masa que iluminaba su cerebro, quemándole con su terrible significado.
La boca le quemaba. Se preguntó por qué.
Como si estuviera aplastada contra la pared, Sarah Benton abrió los ojos y vio las volutas de humo que
ascendían desde la semiabierta boca de Poole. Luego, el robot se hundió sobre los codos y las rodillas, y
lentamente se convirtió en un montón de ruinas. Ella supo, sin examinarlo, que había «muerto».
Poole se había matado. Y no pudo sentir dolor, pues él mismo lo dijo. O al menos, no mucho; tal vez un
poco. Bien, todo había terminado.
Decidió que lo mejor sería llamar a Danceman y contarle lo ocurrido. Aún estremecida, fue hacia el
fono, lo tomó y marcó el número de memoria.
«Poole pensaba que yo era un factor estimulante de su cinta de la realidad —se dijo—. Y pensó que yo
moriría si él moría. Qué raro. ¿Por qué se lo imaginaba? Nunca estuvo en el mundo real; vivió siempre en
un mundo electrónico propio. Qué raro...»
—Señor Danceman —informó cuando conectaron el circuito de la oficina—, Poole ha terminado. Se
destruyó a sí mismo delante de mis ojos. Será mejor que venga.
—De modo que finalmente nos hemos librado de él.
—Sí. Estupendo, ¿verdad?
—Enviaré a un par de chicos del taller —dijo Danceman. Miró más allá de la joven y vio a Poole caído
junto a la mesa de la cocina—. Vaya a casa a descansar —le ordenó a Sarah—. Debe estar agotada
después de todo esto.
—Sí, gracias, señor Danceman.
Colgó el fono y anduvo sin rumbo por la habitación.
De pronto, observó algo.
«Mis manos —pensó y las levantó—. ¿Por qué puedo ver a través de ellas?»
Y también las paredes del cuarto tenían contornos mal definidos.
Temblando, fue hacia el robot inerte, sin saber qué hacer. Veía la alfombra a través de sus piernas, y
luego ésta se tornó oscura y ella vio también a través de ella, más capas de materia desintegrándose.
«Quizá si lograra juntar los extremos de la cinta...», pensó.
Pero no sabía cómo hacerlo. Y Poole era una cosa vaga.
El viento de la madrugada sopló hacia ella. No lo sintió; ya había empezado a dejar de sentir.
El viento siguió soplando.
F I N
Título Original: The Electric Ant © 1969.
Colaboración de Romulano.
Revisión y Reedición Electrónica de Arácnido.
Revisión 4. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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Poole se levantó.
—No sentiré dolor —manifestó—. Aunque a ti te lo parezca. Recuerda que los robots orgánicos
poseen un mínimo de circuitos de dolor. Experimentaré el más intenso...
—Calla —le interrumpió ella—. Haz lo que tengas que hacer, si es que quieres, o no lo hagas si no
quieres.
Torpemente, porque estaba asustado, metió las manos en la pequeña caja de los microinstrumentos y
eligió uno: una hoja muy afilada.
—Cortaré la cinta montada dentro del panel en mi pecho —anunció, mirando a través de las lentes de
aumento—. Nada más.
Su mano tembló cuando levantó la cuchilla. Podía hacerlo en un segundo. Todo listo. Y tendría tiempo
de juntar los extremos cortados de la cinta, comprendió. Media hora al menos, por si cambiaba idea.
Cortó la cinta.
Mirándole acobardada, Sarah susurró:
—No ha ocurrido nada.
—Me quedan de treinta a cuarenta minutos.
Se sentó a la mesa, después de sacar las manos de los guantes. Su voz temblaba; indudablemente,
Sarah se daba cuenta, y se enfadó consigo mismo, porque sabía que esto la alarmaba.
—Lo siento —se disculpó de manera irracional. Deseaba excusarse—. Tal vez hubieras tenido que irte
—añadió, con creciente pánico.
Volvió a levantarse.
Ella lo imitó, y muy nerviosa, como paralizada se quedó en pie, palpitante.
—Vete —le pidió él—, vete a la oficina, donde deberías estar. Donde los dos deberíamos estar.
«Juntaré los dos extremos de la cinta —pensó—. No puedo soportar esta tensión.»
Metiendo las manos en los guantes, trató de deslizarlos sobre sus tensos dedos. Miró por la pantalla de
aumento y vio el rayo del resplandor fotoeléctrico hacia arriba, apuntando directamente al escrutador; al
mismo tiempo, vio que el final de la cinta desaparecía bajo el escrutador..., lo vio y lo comprendió.
«Ya es demasiado tarde —pensó—. Ya ha pasado toda la cinta. Dios mío, ayúdame. Ha empezado a
desenrollarse a una velocidad mayor de la calculada. Y ahora...»
Vio manzanas, piedras y cebras. Sintió calor, la sedosa finura de la tela; sintió un océano que saltaba
hacia él, y un gran vendaval del norte, que lo empujaba, como llevándole a alguna parte. Sarah estaba a su
alrededor, lo mismo que Danceman. Nueva York brillaba en la noche, y los cohetes lo rodeaban y volaban
por el cielo nocturno y de día, flotando, hundiéndose. La mantequilla se hizo líquida en su lengua, y al
mismo tiempo, fétidos olores y sabores lo asaltaron; la amarga presencia de venenos, limones y hojas de
hierbas de verano. Se ahogaba; cayó; yacía ya en brazos de una mujer en un enorme lecho que al mismo
tiempo canturreaba en su oído; el ruido de un ascensor defectuoso en uno los antiguos y arruinados hoteles
de la ciudad.
«Estoy viviendo —pensó—. Ya he vivido, jamás volveré a vivir —se dijo, y con sus ideas acudieron
todas las palabras, todos los sonidos; los insectos chillaron y corrieron, y él casi se hundió en un
complicado cuerpo de maquinaria homeostática situada los laboratorios de Tri-Plan.»
Quería decirle algo a Sarah. Abrió la boca y trató de pronunciar las palabras..., una serie específica de
ellas, sacadas de la enorme masa que iluminaba su cerebro, quemándole con su terrible significado.
La boca le quemaba. Se preguntó por qué.
Como si estuviera aplastada contra la pared, Sarah Benton abrió los ojos y vio las volutas de humo que
ascendían desde la semiabierta boca de Poole. Luego, el robot se hundió sobre los codos y las rodillas, y
lentamente se convirtió en un montón de ruinas. Ella supo, sin examinarlo, que había «muerto».
Poole se había matado. Y no pudo sentir dolor, pues él mismo lo dijo. O al menos, no mucho; tal vez un
poco. Bien, todo había terminado.
Decidió que lo mejor sería llamar a Danceman y contarle lo ocurrido. Aún estremecida, fue hacia el
fono, lo tomó y marcó el número de memoria.
«Poole pensaba que yo era un factor estimulante de su cinta de la realidad —se dijo—. Y pensó que yo
moriría si él moría. Qué raro. ¿Por qué se lo imaginaba? Nunca estuvo en el mundo real; vivió siempre en
un mundo electrónico propio. Qué raro...»
—Señor Danceman —informó cuando conectaron el circuito de la oficina—, Poole ha terminado. Se
destruyó a sí mismo delante de mis ojos. Será mejor que venga.
—De modo que finalmente nos hemos librado de él.
—Sí. Estupendo, ¿verdad?
—Enviaré a un par de chicos del taller —dijo Danceman. Miró más allá de la joven y vio a Poole caído
junto a la mesa de la cocina—. Vaya a casa a descansar —le ordenó a Sarah—. Debe estar agotada
después de todo esto.
—Sí, gracias, señor Danceman.
Colgó el fono y anduvo sin rumbo por la habitación.
De pronto, observó algo.
«Mis manos —pensó y las levantó—. ¿Por qué puedo ver a través de ellas?»
Y también las paredes del cuarto tenían contornos mal definidos.
Temblando, fue hacia el robot inerte, sin saber qué hacer. Veía la alfombra a través de sus piernas, y
luego ésta se tornó oscura y ella vio también a través de ella, más capas de materia desintegrándose.
«Quizá si lograra juntar los extremos de la cinta...», pensó.
Pero no sabía cómo hacerlo. Y Poole era una cosa vaga.
El viento de la madrugada sopló hacia ella. No lo sintió; ya había empezado a dejar de sentir.
El viento siguió soplando.
F I N
Título Original: The Electric Ant © 1969.
Colaboración de Romulano.
Revisión y Reedición Electrónica de Arácnido.
Revisión 4. [ Pobierz całość w formacie PDF ]