[ Pobierz całość w formacie PDF ]

Cuatro obispos, entre ellos el de Londres y el de York, protestan y argumentan sobre la
situación jurídica de los juramentos de homenaje y el carácter irrevocable de la consagración. Pero
el arzobispo Reynolds, a quien Eduardo había confiado el gobierno antes de huir, que desea
demostrar la sinceridad de su tardío asentimiento a la insurrección, exclama:
-Vox populi, vox Dei!
Y como si estuviera en el púlpito, predica sobre este tema durante un largo cuarto de hora.
Juan de Stratford, obispo de Winchester, redacta entonces y lee ante la asamblea los seis
artículos que consagran la caída de Eduardo II Plantagenet.
Primero, el rey es incapaz de gobernar; durante todo su reinado se ha dejado llevar por
detestables consejeros. Segundo, ha dedicado todo su tiempo a trabajos y ocupaciones indignos de
él y ha descuidado los asuntos del reino. Tercero, ha perdido a Escocia, Irlanda y la mitad de la
Guyena.
131
Librodot
132
Librodot Los Reyes Malditos V  La loba de Francia Maurice Druon
Cuarto, ha dañado a la Iglesia, encarcelando a sus ministros. Quinto, ha encarcelado,
desterrado, desheredado y condenado a muerte vergonzosa a muchos de sus grandes vasallos.
Sexto, ha arruinado el reino, es incorregible e incapaz de enmendarse.
Durante este tiempo, los burgueses de Londres, inquietos y divididos -¿no se había
declarado su obispo contra el destronamiento?-, se han reunido en el Guild Hall. Son más difíciles
de manejar que los representantes de los condados. ¿Quieren hacer fracasar al Parlamento? Roger
Mortimer, que por título no es nada y de hecho lo es todo, corre al Guild Hall, da las gracias a los
londinenses por su leal actitud y les garantiza el mantenimiento de las libertades consuetudinarias
de la ciudad. ¿En nombre de quién, en nombre de quién da estas garantías? En nombre de un
adolescente que todavía no es rey, que apenas acaba de ser designado por aclamación. El prestigio
de Mortimer y la autoridad de su persona causan efecto sobre los burgueses londinenses. Se le
llama ya lord protector. ¿De quién es protector? ¿Del príncipe, de la reina, del reino? Es lord
protector y basta; es el hombre promovido por la Historia, y en cuyas manos entregan todos su
parte de poder y de juicio.
Y sobreviene lo inesperado. El joven príncipe, que desde hace un instante parece que es el
rey; el pálido joven de largas cejas que ha seguido en silencio todos esos acontecimientos, y que al
parecer, solo soñaba en los azules ojos de la señora Felipa de Hainaut, declara a su madre, al lord
protector, a monseñor Orletón, a los lores obispos, a todos los que lo rodean, que no tomará la
corona sin el consentimiento de su padre y sin que este haya proclamado oficialmente su
abdicación.
El estupor se dibuja en los rostros, los brazos caen. ¿Qué? ¿Han sido en vano tantos
sacrificios? Algunos sospechan de la reina. ¿No habrá influido secretamente en su hijo, por una de
esas imprevisibles sinuosidades del afecto que se dan en las mujeres? ¿Ha habido alguna disputa
entre ella y el lord protector la noche en que todos debían tomar una determinación en conciencia?
Pero no; ha sido este muchacho de quince años, él sólo, quien ha reflexionado sobre la
importancia de la legitimidad del poder. No quiere presentarse como usurpador, ni tener el cetro
por voluntad de una asamblea, que podrá quitarle lo que le ha dado. Exige el consentimiento de su
antecesor. No es que sienta ternura hacia su padre; simplemente, lo juzga. Pero juzga a todos.
Desde hace años ha visto muchas cosas malas que lo han obligado a juzgar. Sabe que el
crimen no está enteramente de un lado y la inocencia de otro. Cierto que su padre ha hecho sufrir a
su madre, la ha deshonrado y despojado; pero, ¿qué ejemplo da ahora su madre con Lord
Mortimer? ¿Y si un día, por alguna falta que pudiera cometer, la señora Felipa obrara de la misma
manera? Y esos barones y obispos, que se encarnizan ahora con el rey Eduardo, ¿no ejercieron el
gobierno con él? Norfolk, Kent, sus jóvenes tíos, recibieron cargos, los obispos de Winchester y de
Lincoln negociaron en nombre del rey Eduardo. Los Despenser no estaban en todas partes y,
aunque mandaban, no ejecutaban ellos mismos sus propias órdenes. ¿Quién se arriesgó a negarse a
obedecer? El primo Lancaster Cuello-Torcido sí, ese tuvo valor; y también Lord Mortimer, que
pagó su rebelión con un largo encarcelamiento. Pero por solo estos dos, ¡cuántos obsequiosos
cortesanos empeñados ahora en cargar sobre su antiguo dueño las consecuencias de su servilismo!
A cualquier otro príncipe le hubiera embriagado ver, a su edad, que le brindaban, tendida
por tantas manos, una de las grandes coronas del mundo. Eduardo de Aquitania enarca sus largas
cejas, mira fijamente, se sonroja un poco por su audacia y se obstina en su decisión. Entonces
monseñor Orletón llama a los obispos de Winchester y de Lincoln, así como al gran chambelán
Guillermo de Blount; ordena sacar del Tesoro de la Torre el cetro y la corona, los hace poner en un
cofre sobre la albarda de una mula y, llevando consigo su traje de ceremonia, emprende la ruta de
Kenilworth para obtener la abdicación del rey.
V.
132
Librodot
133
Librodot Los Reyes Malditos V  La loba de Francia Maurice Druon
Kenilworth.
Las murallas exteriores, que contorneaban una amplia colina, encerraban jardines, prados,
cuadras y establos, una forja, horreos y hornos, el molino, las cisternas, las habitaciones de los
servidores y los cuarteles de los soldados; todo un pueblo casi tan grande como el de fuera, cuyos [ Pobierz całość w formacie PDF ]
  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • rafalstec.xlx.pl